Hay amaneceres que se dibujan para verlos desde el coche. Entonces te echas a un lado de la carretera -porque eso sí es un camino, lo nuestro era cielo- apagas el motor y apoyas con fuerza la barbilla en el volante, como esperando una respuesta. La radio no acompaña, a ciertas horas debería haber una programación especial para este tipo de sensaciones. La apagas y cierras con fuerza los ojos. Repasas los penúltimos minutos, las horas, los días e incluso la última semana – y ya caigo en tu error de medir(nos) en tiempo-.
Es solo un breve repaso, como cuando vas a comprar y sabes que se te olvida algo, no alcanzas a recordarlo y recuerdas el punto exacto donde dejaste la lista de la compra, justo a la entrada de casa, justo al salir de ti. Pagas aun sabiendo que algo echas de menos, es el precio del sentir. Cierras la puerta y rompes a reír, porque llorar duele. Y al parar el coche recuerdas, chocolate. Eso era. Nadie se da la vuelta por volver al pasillo del chocolate, o casi nadie.
Apagas la radio, estás a un lado de la carretera y amanece con trazos suaves, como esperando que seas tú el que venga a pintar con tus manos otro nuevo día.
Lo llaman diez de agosto,
cuando no han amanecido contigo.