-Lunes que saben a domingos-
Eran las doce de la mañana de un
lunes, quizás de Junio, por lo que cualquiera esperaría calor, excepto Sara,
que esperaba que fuese Daniel el que la despertase y no esa absurda estación
que se avecinaba, llenándolo todo de parejas besándose en el paseo marítimo,
trayendo una oleada de gente que inundaría aquella pequeña ciudad costera y una
temperatura que no se acordaría de las plantas que Sara mimaba durante todo el
año en la terraza del ático que compartía con su gato.
Daniel era un viejo conocido del
hermano de Sara, la tarde anterior habían quedado por tercera vez y las
cervezas habían terminado en casa de ella, tiradas por el suelo mientras se sonreían,
desnudándose el uno al otro en el salón. Daniel esa noche se había dejado las
buenas intenciones en el filo de las bragas de ella y después de hacer el amor
salvajemente, cayeron rendidos, durmiendo abrazados como una pareja más a la que
había unido la jodida primavera.
Era pronto, o eso creía Sara al
alargar la mano a la parte ya fría de la cama que había compartido con Daniel.
Abrió los ojos y notó su ausencia, casi tan rápido como el escalofrío que le
dio el volver a revivir esa extraña sensación. Salió de la cama para subir las
persianas, saludó al gato y casi con los ojos cerrados se sentó en el sofá
mientras contemplaba el estropicio que le iba a tocar recoger, una vez más. Otro lunes
con sabor a domingo, con el dolor de la resaca del mar de unas caderas que han
coronado la cima de los principios de Sara, que ahora recordaría, o repetiría,
dependiendo de si volvía a sonar aquel aparato que solo daba malas noticias, y
de vez en cuando, llamadas de su madre para decirle que volviese a Madrid.
De Daniel, poco más que añadir,
habría que verle ahí, jugueteando con la hebilla del cinturón para comprobar
en primera persona que nunca podías añadir nada más, porque rápidamente te miraba
a los ojos, sonreía y olvidabas el resto de la frase para besarle. Daniel era
buen tío, o eso creía ella, simple, claro y conciso. Sus ideales en forma de
cartas, sobre la mesa: nada estable y mucho menos serio, y si se pueden evitar
las formalidades, mejor. Ese era Daniel, el polo opuesto a Sara; 1’80 cm, ojos
marrones y sonrisa canalla. Un “nada que hacer”, un tío que se follaba con la
mirada a cualquier cuerpo de mujer, aquello que tanto odiaba Sara.
Catastrofista a veces, sincero, trabajador y honesto. Algo así fue justo lo que pensó ella al levantarse y no verle en la cama. Recordaba vagamente que
durante la noche anterior él le había comentado algo de su nuevo trabajo, debía madrugar a la mañana siguiente para coger el autobús y cumplir sus horas en
aquel nuevo empleo. No era el hombre de su vida, ni mucho menos, pero su
estúpida idea de ilusionarse con dos palabras bonitas y malvivir de ellas la llevaba
a otro agujero sin salida, aunque fuese plenamente consciente a más de
doscientos metros del túnel del ‘me quedo para nunca’ a vivir bajo tu falda.
Sara es una persona independiente,
pero tiene el defecto de “enamorarse” con exceso de velocidad, y sobre todo, de
las personas incorrectas. Sara vive enamorada de todo, se conforma con nada,
sería capaz de estar toda una vida cenando caricias, sin necesidad de que
fuesen previas al manjar más caro en el mejor restaurante de Santander, porque
solo el hecho de sentirse ilusionada (la palabra que abarca al amor son
términos más dolorosos) hacía que perdiese el hambre y que pudiese malvivir de
la emoción de sentirse en las nubes.
Las mañanas de lunes no había mucho
que hacer, el mundo al igual que ella disfrutaban de la resaca del fin de
semana en un comienzo de verano que poco se asemejaba a los anteriores, el
tiempo era cambiante y más bien se parecía a un abril robado o a un octubre sin
besos. Los lunes, cuando Sara despierta sola, le saben a un domingo en
compañía.