Hay quienes no saben si invierno, o llorar.
Hablo de ella con la certeza de
que volveremos a estar juntos. No es arrogancia, es salir a apostar. Porque podríamos
cruzarnos de improvisto y, casi seguro, se haría la sorprendida, como si no
supiese de sobra que llevo un rato mirándola. Podríamos planearlo, pero
entonces, se haría aún más dura la espera; y la espera es la parte más puta de la
esperanza. Podríamos hacernos entrar en razón sólo usando la boca y me bebería
sus besos. Podría ahora explicaros lo bien que lo hace, pero no quiero. Joder,
podría dejar de aparecerse su imagen en todos los bares, o tal vez yo debería
abandonar mi intento de acurrucarme en cualquiera que pretenda parecerse a ella
después del quinto ron. Cómo odio compararla tras seis copas. También podría
deciros que en este punto me falta una y me tiemblan las piernas para tomar el
próximo desvío. Debería apagar el ordenador, dejar esto a medias y correr por y
para ella. Y también con ella. Porque todo, al fin y al cabo, desemboca en el túnel
que une sus piernas. Que hablo de ella como la mujer más océana, más triángula,
más imántica (a ella le gusta cuando me pongo así de idiota). Es tibia y
frágil, dócil y fiera. A veces me da vergüenza decírselo, pero quién coño no
iba a querer volver a verla y desgastarse la vida haciéndolo lento. No sé si me
explico, habría que dejarse la vida en Granada.