martes, 25 de noviembre de 2014

Mujeres, con g.



Hay quienes no saben si invierno, o llorar.

Hablo de ella con la certeza de que volveremos a estar juntos. No es arrogancia, es salir a apostar. Porque podríamos cruzarnos de improvisto y, casi seguro, se haría la sorprendida, como si no supiese de sobra que llevo un rato mirándola. Podríamos planearlo, pero entonces, se haría aún más dura la espera; y la espera es la parte más puta de la esperanza. Podríamos hacernos entrar en razón sólo usando la boca y me bebería sus besos. Podría ahora explicaros lo bien que lo hace, pero no quiero. Joder, podría dejar de aparecerse su imagen en todos los bares, o tal vez yo debería abandonar mi intento de acurrucarme en cualquiera que pretenda parecerse a ella después del quinto ron. Cómo odio compararla tras seis copas. También podría deciros que en este punto me falta una y me tiemblan las piernas para tomar el próximo desvío. Debería apagar el ordenador, dejar esto a medias y correr por y para ella. Y también con ella. Porque todo, al fin y al cabo, desemboca en el túnel que une sus piernas. Que hablo de ella como la mujer más océana, más triángula, más imántica (a ella le gusta cuando me pongo así de idiota). Es tibia y frágil, dócil y fiera. A veces me da vergüenza decírselo, pero quién coño no iba a querer volver a verla y desgastarse la vida haciéndolo lento. No sé si me explico, habría que dejarse la vida en Granada.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Por eso y por muchas más cosas

Al sol duele menos 
cualquier mañana de 
noviembre.




Que lo mismo no sabe estar 
a la altura de las circunstancias 
cuando le apriete el cansancio 
y yo aún no quiera irme a dormir. 
Que me resulta difícil imaginarle 
vacío de tanto sexo 
cuando sólo son las seis. 

Que a lo mejor no sabrá 
qué cara poner cuando me abrace 
a su entrepierna por debajo de la mesa 
y debamos mantener la compostura 
ante el resto. 

Que quizás tiemble 
ante una mezcla de escorpiones 
y cometas al hacer la maleta 
para dejarnos  
en cualquier estación. 

Que tal vez no va a saber qué contestar 
cuando le diga que qué le parece 
esto que escribo, o en el peor de los casos, 
que lo mismo no me entiende 
cuando me eche a llorar tras un poema. 

Que a lo mejor es de los que mantiene 
la mirada fija, retirada del escenario, 
porque lucha por contener las lágrimas 
cuando sabe que estoy hablando de él. 
Que quizás tampoco conoce Lisboa, 
o probablemente no le guste la comida tailandesa, 
o no sepa bailar salsa. 

Que lo mismo le da a él más miedo que a mí 
la falta de equilibrio, lo de mis tobillos 
y andar cogidos de la mano. 
Que tal vez preferiría a alguien 
que no cayese en domingo, 
pero es que yo ya no tengo remedio. 

Que a lo mejor no conoce de memoria 
el camino de vuelta a un abrazo, 
o uno de Salinas, o el mapa de la vida; 
pero besa mis delirios, 
se acurruca junto a mí cuando hace frío, 
me borra los esquemas 
y se queda a verme bailar 
hasta que se corre el telón.




Por eso y por muchas más cosas.