Se quitó el disfraz como quien se quita la pena un viernes,
como el placer que produce jugarse a cara o cruz si rojo o negro, si par o
impar, si vas o bastos. Salió del taxi, cruzó las puertas y pasó los controles
rutinarios que le alejaban de esta polvorienta ciudad. Estaba mareando sus
pensamientos frente a un café en uno de esos ‘bares de paso’ del aeropuerto,
esperando quién sabe qué; quizás una mirada que fuese capaz de devolverle su
metro ochenta de risa y sueños, ahora rotos y esparcidos por aquel piso de
Tirso de Molina, donde ya nunca volvería a echarse a suertes quién se levanta a
apagar la luz. A sus pies, una mochila de mano con ropa interior limpia, tres
camisas, un par de pantalones y un jersey a rayas. Sobre la mesa, un billete a
Buenos Aires, o a Vancouver, o quizás a Auckland; ese papel impreso con un
destino que no diré porque ya se ha ido, porque esa noche de gritos, juraría
que me tocaba a mí levantarme a apagar la luz en el que era nuestro piso de
Tirso de Molina.
30 de Septiembre.