domingo, 17 de noviembre de 2013

La cara soñada del amor sin miedo.




Pintando sueños, Jandro.

Estoy bien, pese al pronóstico de lluvias copiosas que dio anoche el señor del tiempo. Mi horóscopo advertía que no me moviese de casa, que algo malo iba a pasar. Mi padre, asustado, cerró la puerta con tres giros de llave. 

Sin embargo, lo he visto. Lo he sentido.

Me levanté pronto esta mañana, aún a riesgo de no cumplir con mis ocho horas reglamentarias de sueño; pero explícaselo tú a mi insomnio y a las ganas de escribir que me arropan por las noches. Salté de mi quinto piso a la demencia de las calles sin abrir el paracaídas. Me rompí los tobillos y recuerdo que me dolió al caer lo que va antes de la cadera, que no eres tú. Aterricé en una aterciopelada superficie de rocas, que se dedicaron a hacerme cosquillas durante el tiempo que estuve tomándome un café, junto a un pájaro con forma de cerradura y tres libros de historia, que no paraban de hablar. Una vez dado el último sorbo a mi taza, un par de mariposas ancianas me animaron a cruzar al otro lado de la calle y, justamente ahí, lo vi claro. A eso se refería el señor del tiempo, lo que advertía el horóscopo. Eso era de lo que me protegía mi padre. Un enorme corazón azul estaba a punto de engullirme sin masticar. Pero no sólo eso, no estaba sola. De la calle de al lado, había atrapado a un transeúnte. 
No sé, no estaba asustada y me dio miedo tanta fortaleza.  Le miré fijamente y noté cómo un torbellino se apoderaba de mi voz. Comenzó a llover en mi tejado y de las pestañas salieron toneladas de rosas rojas a modo de bienvenida. La luna, entonces, se tornó de un color verde pistacho que ya conocía de otro verano. El chico me miró y le crecieron nubes de colores en el centro del pecho. El corazón parecía no necesitar a nadie más y nos tragó sin mediar palabra. Ese calor me recordó a cuando mi escarabajo me toca cada tarde un blues al oído. Me besó, no el corazón, sino aquel ser que anulaba mi poder de elección. Creo que mis rosas de mezclaron con sus nubes, y eso fue lo último que recuerdo. Me ha crecido un amor en la frente y siento unas ganas irreversibles de vivir entre esas nubes, en esta habitación azul.


Estoy bien, pese al pronóstico de ayer, es sólo un amor en la frente.


martes, 12 de noviembre de 2013

Era otoño y parecía abril.



Marsella, Noviembre 2013.


El traje de soledad le queda tres tallas grande los domingos a Alejandra, que se dedica a acariciar, en pijama,  un recuerdo con la yema de los dedos. Ni siquiera cree que él se acuerde de ella, por mucho que fuese el único en saber que el pijama sólo es la vestimenta de un domingo. La última vez que se vieron, prometieron no volver a escribirse; nada de llamadas ni encuentros fortuitos en la puerta de algún bar. Ese mismo miércoles de noviembre, ella recogió la máquina de escribir y guardó todo lo que le recordaba a Diego en la caja que esconde bajo la cama, como las peores pesadillas.

Porque le había pedido que no lo hiciese, por eso y porque tenía sus medidas grabadas en la mente, esculpía en cada hueco vacío la figura de aquel hombre que trajo otoños a un mes de abril, o al revés. El aire convergía con las manos de Alejandra para tallar en la ausencia sus largas piernas, que tantas guerras de cosquillas le habían hecho perder, su torso lleno de los pliegues que había besado y sudado a la par, sus anchos hombros, su tímida boca, sus ojos, los barcos que ellos mueven y su pelo, rubio ceniza, como todo aquello, porque le podía borrar de un manotazo y no lo hacía.

Ahora, de vez en cuando, descuelga su miedo del perchero y sale, aunque Madrid sin él pierde la magia, porque no había truco más misterioso que ese en el que se quitaba la ropa y dejaba caer sus cartas.  Por eso y porque los lunes tenía cuarenta motivos y dos comodines para recordar que no había sido un sueño, que era plena lluvia de otoño y parecía abril.


martes, 5 de noviembre de 2013

'tengo muchas cosas que contarte'



Me fascina la energía con la que Víctor sube las escaleras. Es normal, tiene siete años. Me lo dijo hace un par de días cuando coincidimos por primera vez en el autobús. No dudó un instante en sentarse en el asiento contiguo que yo ocupaba involuntariamente con mi abrigo y el bolso lleno de libros.

Me llamo Víctor y vengo del cole, es la primera vez que vuelvo solo a casa, pero no me da miedo porque tengo siete años.

¿Y tú, cómo te llamas?

Levanté la vista de la lectura y me encontré una bonita sonrisa que esperaba una respuesta. Le hice un hueco, venía sudando y jugueteaba con el ticket del billete que el conductor le había dado. Se acomodó mientras me contaba que se había pasado todo el recreo recogiendo hojas secas de los alrededores, con las que a última hora habían comenzado un mural ‘super-enorme’ en la pared. Llevaba en la mano seis hojas, su número favorito, en un pequeño ramo, algunas en peor estado por el transcurso del día. Quería regalárselas a su madre cuando volviese, me confesó que las iba a guardar hasta Agosto, para que ella las viese al llegar del trabajo. Hablaba del tiempo con la felicidad que da saber que todo llegará.

Al llegar a su parada, me prometió que iría por la acera.



Si mañana voy al cole, espérame en este asiento, tengo muchas cosas que contarte.



cuando olvidas el reloj

Apoyé mi verdad sobre el segundero y el reloj dejó de marcar el estúpido pulso de un mundo ruidoso que no hace otra cosa que recordarme a ti. Paró en seco el olvido al tiempo. Pasó que paró y equilibré la balanza de tu ausencia con mis fuerzas de flaqueza, cogiendo impulso y algo de peso. Pasó que pensé en mí y sopesé lo ridículo del autocastigo que ejerce la mente sobre el cuerpo y sobre todo, el mal golpe que se lleva el corazón cuando no quiere darse por vencido. Pasé de la filia a la fobia si hablamos de amor y de hablar en plural a hacerlo conmigo, pasé del ‘quiero’ al ‘voy’, del ‘puedo’ al ‘soy’. Pasó que pensé en mí, porque como te iba diciendo, esas cosas pasan cuando olvidas el reloj.