Son alrededor de las cinco
de la tarde. En el bar, la música suena a un volumen tranquilo, con el que se
caracteriza esta hora. El camarero, mientras sostiene un trapo sucio en la
mano, con la otra gesticula al otro lado de la barra, hablando con un
cincuentón lloroso que apoya sus penas en ella.
En la mesa más próxima al
llanto, dos señoras mantienen una agitada conversación subida de tono -ya he
dicho que el volumen a estas horas debe ser acorde a las cinco de la tarde, y a
éste, le sobran cincuenta decibelios por persona-. Podría decirles sobre qué
trata la disputa, pero perderían la fe en la mujer como valiente portadora de
la feminidad en el lenguaje, y otros modos.
En la mesa de la ventana
está Luis, siempre está Luis. Nunca se ha presentado como tal a nadie, pero los
asiduos a esa tasca saben que aquel rincón junto a la ventana es de Luis, nadie osaría jamás quitarle su trocito de luz,
su pedacito de calle. Es un amable
hombre canoso y desaliñado que cada tarde baja a tomar café. Hay días en los
que el café parece crecer en su taza, alargando su estancia hasta que se cierra
La casa Azul, el jodido bar de mi
calle.
Y luego estoy yo, que ni
siquiera he pasado por casa después del trabajo. No acostumbro a frecuentar un
bar sola, siempre he creído que se debe tener mucha pena para enfrentarte a las
miradas de los allí presentes, al juicio previo de todos y cada uno de los que
menean sin fuerza la cucharilla del café, que alargan el brazo para pedir otra
cerveza o que lloran delante de una copa de vino. El caso es que hoy no he
avisado a Carlos de que no volvería a casa a comer con él; ambos salimos a las
tres de nuestros respectivos trabajos y nos esperamos para contarnos cómo ha
ido la mañana, sus proyectos, mis niños. Todo, mirándonos frente a frente
delante de un plato de comida recalentada.
Soy Sara, he venido al
jodido bar de mi calle porque no quiero llegar a casa, no es que me esconda de
mi propia realidad, pero desde La casa
Azul se ve todo con cierta distorsión que me resulta atractiva, lo que ya
ni siquiera me resulta Carlos. Llevo un día de mierda al que ya no sé cómo
mirar y sólo son las cinco. No tengo hambre y sería capaz de deambular toda la
tarde con tal de alargar el cuestionario de preguntas que tendré que responder
para argumentar mi ausencia al abrir la puerta. Hoy es un martes de mierda,
pero el café me calienta las manos y pesa menos todo esto. Hoy cumplo todos los requisitos
para que me cataloguéis de la peor mujer
del mundo: no sé lo que quiero, no sé qué me pasa y no tengo la más mínima
intención de adivinarlo. Carlos, en días como hoy, siempre encuentra la manera
más rápida de sacarme de mis casillas, por eso sigo aquí.
A veces, creo que no estoy
enamorada y lo sé porque una vez lo estuve. Vivía sola, llegaba de clase
derrotada, con la carpeta llena de dibujos, ejercicios por corregir. Una cálida
voz me esperaba al teléfono para darme las buenas noches. Era Carlos, el mismo,
pero unos meses antes, cuando aún no habíamos tomado la decisión de vivir
juntos. Ahora parece que rehúyo de
sus besos y duele no tener una explicación lógica para este comportamiento,
pero juro que no soy la peor mujer de mundo. Me faltan un par de cafés, quizás.