Hay saltos y hostias contra el suelo. O contra la nada,
corazones vacíos, amor-no-correspondido que dicen. Son los riesgos que se
corren – como el resto de los mortales- cuando saltamos. A veces no llegan a
ser acrobacias dignas de merecer un premio, únicamente nos subimos a la azotea,
damos un paso en falso y caemos. Como cuando suena esa canción que te hace sonreír
involuntariamente y la camarera te mira pensando que eres un jodido trovador,
ansioso por captar su atención. Y no, es esa banda sonora que puso ritmo a un
momento de tu vida que creías haber olvidado. Y ahora escuece.
Hay saltos desde varios metros de altura, tropiezos o
impulsos hacia un cuerpo, que inexplicablemente si terminan en golpe, durante
el trayecto quizás se te haya desprovisto de alas. Es más, te han enganchado al
móvil, a la emisora de radio que te acompaña durante los kilómetros que os
separan o a esa típica comida tailandesa que tanto le gustaba. Consecuencias de
colgar el corazón en la puerta.
Son el camino a la perdición de unos ojos, a unas piernas
suaves y a una sonrisa que es capaz de curar hasta al más triste, que luego
resultas ser tú cuando se os acaban las fuerzas. Y en ese momento no hay gesto
que sepa sanar el daño, por mucha magia que quiera guardar entre las comisuras.
Ese es el golpe, con cinco letras, como las que una vez llevó su nombre cuando
te ponías tonto y era todo cielo.
Y recurres a lo que mejor sabes, aunque tu cuerpo repela esa
sensación y los domingos de resaca. Te apoyas en la barra y bañas en sudor a la
rubita que se esconde detrás de esa gruesa tabla de madera – porque siempre has
sido de tabernas irlandesas, que misteriosamente eran sus favoritas- , y otra
copa, porque a esta invita el destino, que es la segunda vez que se burla de ti
a tus ‘veintimuchos’. Cuentas los golpes con los dedos de la mano mientras
notas que te faltan partes del cuerpo, muebles en casa y libros en la única
estantería que había dejado ella para tus cosas en el salón, decorado a “vuestro
gusto”.
Son los golpes del amor, el choque de miradas y el descubrir
que a ambos os apasiona el cine; o el estallido de tu vaso contra el suelo,
después de que dijese que durante las vacaciones, apenas te había echado de
menos. Y lo que esto conlleva, cerraduras y pasos de hoja a aquel libro que
habíais subrayado juntos.
Y tú te calzas otra armadura, que ya le tocará a un tercer
golpe, a otro flechazo, a un amor que no acabe en septiembre desabrocharte la
vida con la timidez de una quinceañera. Pero hasta entonces, te armas de valor
y vuelves a esa taberna irlandesa, donde alrededor de las tres de la madrugada,
mientras la rubia de detrás de la barra te sirve el sexto gin tonic, sonará esa
canción. Y correrás al baño, haciéndote creer que nada es verdad y que estás
vomitando recuerdos, aunque te sepan a comida tailandesa.