martes, 3 de junio de 2014

Morirse de miedo


Imagínate que nadie te reprocha
 toda esa tristeza durante 
un par de días.
 Imagina que se limitan
 a hacerte ver 
lo opuesto.



Aquella chica triste tenía la cara salpicada de pecas. Yo le habría contado un cuento por cada una de ellas. Me hacía gracia cuando el sol le daba de frente y arrugaba la nariz para poder seguir mirándome a los ojos. Se llamaba Lucía, o Sara, o Sofía. Yo nunca llegué a llamarla por su nombre, pero la quise como no he vuelto a quererme a mí mismo. Decía que si manteníamos el secreto sería todo mucho más fácil. No llegué a entenderlo, sobre todo cuando se ponía sobre mis muslos a contarme sus desastres, o cuando se reía en el coche mordiéndose el labio, o en las tardes en que practicábamos qué hacer si al día siguiente se fuese a acabar el mundo. Ella quería morir me miedo, de amor, de amar. Lloraba con la mayoría de las películas, cantaba casi siempre, bebía sola, y conmigo. Y ahí éramos iguales.

Anoche, hace dos días, o hace tres vidas se fue Lucía, o Sara, o Sofía, para llevarse el mundo, para acabar con todo sin darme tiempo a arrancar el coche aquella tarde; muriéndose de miedo, de amor, de amar.

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