Imagínate que nadie te reprocha
toda esa tristeza durante
un par de días.
Imagina que se limitan
a hacerte ver
lo opuesto.
Aquella chica triste
tenía la cara salpicada de pecas. Yo le habría contado un cuento por cada
una de ellas. Me hacía gracia cuando el sol le daba de frente y arrugaba la
nariz para poder seguir mirándome a los ojos. Se llamaba Lucía, o Sara, o
Sofía. Yo nunca llegué a llamarla por su nombre, pero la quise como no he
vuelto a quererme a mí mismo. Decía que si manteníamos el
secreto sería todo mucho más fácil. No llegué a entenderlo, sobre
todo cuando se ponía sobre mis muslos a contarme sus desastres, o cuando se
reía en el coche mordiéndose el labio, o en las tardes en que practicábamos qué
hacer si al día siguiente se fuese a acabar el mundo. Ella quería morir me
miedo, de amor, de amar. Lloraba con la mayoría de las películas, cantaba casi
siempre, bebía sola, y conmigo. Y ahí éramos iguales.
Anoche, hace dos días, o hace tres vidas se fue Lucía, o Sara, o Sofía, para llevarse el mundo, para acabar con todo sin darme tiempo a arrancar el coche aquella tarde; muriéndose de miedo, de amor, de amar.
Anoche, hace dos días, o hace tres vidas se fue Lucía, o Sara, o Sofía, para llevarse el mundo, para acabar con todo sin darme tiempo a arrancar el coche aquella tarde; muriéndose de miedo, de amor, de amar.
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