Marsella, Noviembre 2013.
El traje de soledad le queda tres tallas grande los domingos a Alejandra, que se dedica a acariciar, en pijama, un recuerdo con la yema de los dedos. Ni siquiera cree que él se acuerde de ella, por mucho que fuese el único en saber que el pijama sólo es la vestimenta de un domingo. La última vez que se vieron, prometieron no volver a escribirse; nada de llamadas ni encuentros fortuitos en la puerta de algún bar. Ese mismo miércoles de noviembre, ella recogió la máquina de escribir y guardó todo lo que le recordaba a Diego en la caja que esconde bajo la cama, como las peores pesadillas.
Porque le había pedido que no lo hiciese, por eso y porque
tenía sus medidas grabadas en la mente, esculpía en cada hueco vacío la figura
de aquel hombre que trajo otoños a un mes de abril, o al revés. El aire convergía
con las manos de Alejandra para tallar en la ausencia sus largas piernas, que
tantas guerras de cosquillas le habían hecho perder, su torso lleno de los pliegues
que había besado y sudado a la par, sus anchos hombros, su tímida boca, sus
ojos, los barcos que ellos mueven y su pelo, rubio ceniza, como todo aquello,
porque le podía borrar de un manotazo y no lo hacía.
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