martes, 12 de noviembre de 2013

Era otoño y parecía abril.



Marsella, Noviembre 2013.


El traje de soledad le queda tres tallas grande los domingos a Alejandra, que se dedica a acariciar, en pijama,  un recuerdo con la yema de los dedos. Ni siquiera cree que él se acuerde de ella, por mucho que fuese el único en saber que el pijama sólo es la vestimenta de un domingo. La última vez que se vieron, prometieron no volver a escribirse; nada de llamadas ni encuentros fortuitos en la puerta de algún bar. Ese mismo miércoles de noviembre, ella recogió la máquina de escribir y guardó todo lo que le recordaba a Diego en la caja que esconde bajo la cama, como las peores pesadillas.

Porque le había pedido que no lo hiciese, por eso y porque tenía sus medidas grabadas en la mente, esculpía en cada hueco vacío la figura de aquel hombre que trajo otoños a un mes de abril, o al revés. El aire convergía con las manos de Alejandra para tallar en la ausencia sus largas piernas, que tantas guerras de cosquillas le habían hecho perder, su torso lleno de los pliegues que había besado y sudado a la par, sus anchos hombros, su tímida boca, sus ojos, los barcos que ellos mueven y su pelo, rubio ceniza, como todo aquello, porque le podía borrar de un manotazo y no lo hacía.

Ahora, de vez en cuando, descuelga su miedo del perchero y sale, aunque Madrid sin él pierde la magia, porque no había truco más misterioso que ese en el que se quitaba la ropa y dejaba caer sus cartas.  Por eso y porque los lunes tenía cuarenta motivos y dos comodines para recordar que no había sido un sueño, que era plena lluvia de otoño y parecía abril.


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