martes, 27 de enero de 2015

Por el final



A algunas noches las tuve que llamar heridas y lamernos con palabras no nos era suficiente. Al final no hubo más que un final; valga la redundancia. Fue de los más corrientes, de los que ya han sido escritos por algún idiota, de los de “estaré aquí cuando lo necesites”, “ésta es tu casa y no voy a cambiar”; de los de “puedes llamarme siempre que quieras”, de los que implícitamente llevan un “no te quiero pensar”. Al principio te juro que me dolía hasta la planta de los pies de pisar cristales, de romper botellas, de emborracharme -siempre he sido de empezar a contar las cosas por el final-. Llegué incluso a no reconocerme en algún baño, a llamar a los desconocidos por tu nombre y a llorar tu sustantivo en cualquier verso. Me mordí las ganas un par de veces, aferrada al volante, de mudarme a donde no me preguntasen por ti, a tratar de poner tierra de por medio, a volcarme y vaciarte por el suelo. En ese momento sí que me hubiese venido bien el Poniente. Tardé varias madrugadas en dormir y fumé más de la cuenta por volver a hacerlo del tirón. Tú, de verme así, hubieses dicho que las cosas no estaban tan mal y, casi seguro, yo habría abierto otra botella de vino para celebrar la derrota de ambos, con la que quedarnos a beber otro rato. Un final no es más que un principio triste, mal contado por quien se queda sentado en la butaca hasta los créditos, como esperando un aplauso que no llega. El mejor final son la últimas notas de la peor versión de tu canción favorita.

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