Sus pupilas hambrientas, entonces, se posaron en mis labios.
Involuntariamente me llevé la cerveza a la boca, y sin querer, mis dientes
chocaron contra el fino cristal antes de dar el sorbo. Hacía ya un rato que mi
mente apoyaba las dudas en el botón superior de su ajustada camiseta negra.
Informal y deseable en un mismo cuerpo. En su boca, un cigarro encendido, en
aquel bar lo único prohibido era enamorarse. Inspiré su humo mientras él
tarareaba una canción en inglés y me contaba los detalles de su último día en
el trabajo. De vez en cuando, yo levantaba la vista y me encontraba con sus
ojos inocentes, muertos de mar y risa, agua fría donde mojarse y salpicar
felicidad a ambos lados de sus
comisuras. No sé, en el fondo no se estaba tan mal, era lluvia, era inmensidad.
Parecía fácil, lo único prohibido era enamorarse.
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