martes, 29 de abril de 2014

La del norte.


En plena huída.
Aeropuerto de Bruselas

Me abrió la puerta apartando al perro. Estaba a medio vestir. Llevaba unas braguitas negras que no terminaban de verse cubiertas por la amplia camiseta gris de tirantes, que sí dejaba entrever sus diminutos pechos. Seguro que en mitad de tanta tristeza no habría reparado en la idea de que yo acababa de entrar, olvidando, así, el sujetador en algún rincón de la casa. No hizo amago de taparse y yo tampoco me atreví a abrazar aquella desnudez a la que no me tenía acostumbrado. Ella siempre se decía así en la soledad.

Tenía los ojos llorosos y el pelo enredado en una trenza a medio hacer. Apenas me había llamado con lágrimas en la boca hacía una hora, y yo, ya estaba allí, plantado en aquel pasillo vacío de muebles. Sostenía un porro en una mano y en la otra la poca cordura que le puede quedar a alguien en estos casos.

Respeté su silencio en el sofá. Así nos entendíamos. Sólo cuando ella empezó a hablarme de aquel hijo de puta le brindé mi áspera ternura apartándole el pelo de la cara, como solía hacer mi madre conmigo.

Se sorbía los mocos con la habilidad de una quinceañera desolada. Negaba con la cabeza constantemente. Aspiraba el humo de la manera más sensual que os podáis imaginar, y mira que había visto a mujeres fumar. Estaba guapa hasta en ese estado.

¿Qué cabrón podría dejar pasar a esa mujer?- pensé.

Me lo había preguntado desde que la conocí en mitad de Gran Vía. Estaba tan perdida con ese acento del norte y aquella enorme maleta buscando qué sé yo qué en mitad de tanta gente, que me ofrecí a ayudarla.

Buscaba un hotel a media hora de allí, a un hombre que también andaría a esa distancia. Estaba irremediablemente enamorada cuando subió a mi coche por primera y única vez. Creo que yo también. Y ahora estaba rota. Rota por ese mismo tío.

Desde esa vez nos habíamos visto cuatro veces, contando con ésta. Una por casualidad. Las otras dos, por motivos que no me voy a parar a explicar.


Pero ahí estaba yo, en su casa, sosteniéndole el pelo. Mimando a aquella frágil mujer que había querido ciegamente a algún idiota que no es capaz de recogerla en un aeropuerto.

Mojándome las manos con las lágrimas de una mujer que nunca se fijaría en un tipo como yo.




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