Y supongo, que así fue como Campanilla se soltó su apretado moño, que eso sí que le jodía al viento. Cansó de sexo cada uno de sus amaneceres, en los que se dejaba la magia cuando encendían su vida con el chasquido de dos dedos. Arrancó el mar de las pestañas de los tristes para llenarles las pupilas de sueños. Viajó con lo puesto, poniéndose a su gusto de lo que el mundo le brindaba en cada bar. Con la falda más corta, apoyó las manos en la barra y golpeó la sombra del príncipe encantado, que no le traía más que desastres. Nadie le pudo cortar las alas, antes de que eso pudiese suceder, prefería echar a correr. Los polvos, eso sí, siguieron siendo mágicos. Y no se supo nada de ella en “Nunca Jamás”.
Nunca.
Jamás.
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