sábado, 28 de diciembre de 2013

Ataques de histeria de una mujer valiente.


Joder, lo he vuelto a hacer.



Sí, ya sé que no me viene bien y que tú siempre lo has detestado, pero llegan estas fechas, me sobra tiempo y ya no estás. Quizás sea otro tipo de autodestrucción. Lo he hecho, ¿y qué?
Las sobremesas nunca fueron lo mío, sabes que empezar una película a estas horas suele acabar en una de esas siestas en las que cuando despierto te pregunto si hay algo de cena, o si nos da tiempo a pedir pollo al limón en el chino.

Es cierto, pero ya no estás y lo he vuelto a hacer.

Malditas películas de la televisión, jodida campaña navideña. Vienen con sus seis parones como mínimo en los pretenden venderte turrones, juguetes y otra vez, la misma puta colonia de todos los años. Sabes que ya la has visto treinta y seis veces, pero te frotas las manos durante la comida sabiendo que te espera una tarde ‘diferente’. La rabia te inunda cuando ves  que no hay suficiente chocolate, que es sábado y deberías pensar en ducharte, porque vaya semana llevas.

Otra estúpida película de amor, no sé, pongamos que chico busca chica, o viceversa. Que alguien se interpone en el camino entre una bonita pareja. O que el trabajo te separa de tu chico, o de la chica de tus sueños, tal vez.

Y caes. Vuelves a quedarte en ropa interior y sin calcetines, por supuesto. Te echas un par de mantas y bajas las persianas, aunque cuando vuelvas a intentarte levantar del sofá ya será de noche. La has visto, te sabes el argumento y recuerdas los diálogos absurdos que la componen. Pero no dudas, y caes haciendo un triple salto mortal con doble tirabuzón, incluido.

Durante dos horas no existe el móvil (salvo cuando salen esas maravillosas sonrisas queriéndote vender turrón y ves el envoltorio del tuyo vacío). Se hace el silencio y coges postura para ver una absurda comedia americana de final feliz, de cuerpos esbeltos, de risas sensuales, de enfados y llantos tontos que acabarán en boda o algo así, por lo menos.

JODER, ¿POR QUÉ A MÍ? Hoy he vuelto a ver una persecución en la que la chica iba montada en uno de los millones de taxis amarillos que inundan las calles de Nueva York y detrás, el chico, montado en su enorme moto, saltándose todos los semáforos en rojo de toda la Quinta Avenida, mientras sujeta en la mano un ramo de rosas rojas y busca la melena rubia de la que dice ser la mujer de su vida. Mientras, ella, en silencio, montada en el asiento trasero del taxi, llora desesperadamente minutos antes de llegar al aeropuerto a embarcarse en un viaje de negocios donde intentará olvidar a ese hombre que lleva durmiendo las últimas dos semanas junto a ella.
La banda sonora acompaña esta trágica situación, él cree ver un vestido rojo tras el cristal, pero no, no es ella, porque nada se podría comprar con tal belleza. Su cara muestra dolor, pero no desiste, vuelve a buscar y por fin la encuentra. Después de gritarse a través de la ventana pide que pare el coche en mitad de un puente de tres carriles y doble circulación. Y se para, joder, se para en mitad de la jodida carretera. Doscientos coches a ambos lados se detienen, también. Él baja de la moto, y ella, todavía con cara de enfadada, decide escucharle.

Treinta segundos, solo treinta segundos después se besan. Joder. Treinta segundos y se perdonan todas las equivocaciones de los últimos dos meses que llevan juntos, tres si se cuenta a partir del día en el que se conocieron en ese bar, pero entre unas cosas y otras, no pudieron verse hasta pasadas cuatro infernales semanas. Y ya está, todo solucionado, beso de reconciliación, ovación por parte de todos los conductores, que ni mucho menos se han enfadado por ese atasco monumental y gritos de ‘qué bonito es el amor’.

Vamos, no me jodas.

Entonces vuelvo, me veo un sábado a las seis de la tarde con lágrimas en los ojos, habiendo sido consciente de lo que el mundo conoce como una verdadera historia de amor, yo semidesnuda, con la perra durmiendo a mis pies, con el café frío, con ganas de matar a todos los hombres y creyendo a ciencia cierta que eso me va a pasar a mí, quién sabe, quizás el próximo fin de semana, cuando vuelva por séptima vez, en este año, a Nueva York.


Tatatachán.

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