Joder, lo he vuelto a hacer.
Sí, ya sé que no me viene bien y que tú siempre lo has
detestado, pero llegan estas fechas, me sobra tiempo y ya no estás. Quizás sea
otro tipo de autodestrucción. Lo he hecho, ¿y qué?
Las sobremesas nunca fueron lo mío, sabes que empezar una
película a estas horas suele acabar en una de esas siestas en las que cuando
despierto te pregunto si hay algo de cena, o si nos da tiempo a pedir pollo al
limón en el chino.
Es cierto, pero ya no estás y lo he vuelto a hacer.
Malditas películas de la televisión, jodida campaña
navideña. Vienen con sus seis parones como mínimo en los pretenden venderte
turrones, juguetes y otra vez, la misma puta colonia de todos los años. Sabes
que ya la has visto treinta y seis veces, pero te frotas las manos durante la
comida sabiendo que te espera una tarde ‘diferente’. La rabia te inunda cuando
ves que no hay suficiente chocolate, que es sábado y deberías pensar en
ducharte, porque vaya semana llevas.
Otra estúpida película de amor, no sé, pongamos que chico
busca chica, o viceversa. Que alguien se interpone en el camino entre una
bonita pareja. O que el trabajo te separa de tu chico, o de la chica de tus
sueños, tal vez.
Y caes. Vuelves a quedarte en ropa interior y sin calcetines, por supuesto. Te echas un par de mantas y bajas las persianas, aunque cuando vuelvas a intentarte levantar del sofá ya será de noche. La has visto, te sabes el argumento y recuerdas los diálogos absurdos que la componen. Pero no dudas, y caes haciendo un triple salto mortal con doble tirabuzón, incluido.
Y caes. Vuelves a quedarte en ropa interior y sin calcetines, por supuesto. Te echas un par de mantas y bajas las persianas, aunque cuando vuelvas a intentarte levantar del sofá ya será de noche. La has visto, te sabes el argumento y recuerdas los diálogos absurdos que la componen. Pero no dudas, y caes haciendo un triple salto mortal con doble tirabuzón, incluido.
Durante dos horas no existe el móvil (salvo cuando salen
esas maravillosas sonrisas queriéndote vender turrón y ves el envoltorio del
tuyo vacío). Se hace el silencio y coges postura para ver una absurda comedia
americana de final feliz, de cuerpos esbeltos, de risas sensuales, de enfados y
llantos tontos que acabarán en boda o algo así, por lo menos.
JODER, ¿POR QUÉ A MÍ? Hoy he vuelto a ver una persecución en
la que la chica iba montada en uno de los millones de taxis amarillos que
inundan las calles de Nueva York y detrás, el chico, montado en su enorme moto,
saltándose todos los semáforos en rojo de toda la Quinta Avenida, mientras
sujeta en la mano un ramo de rosas rojas y busca la melena rubia de la que dice
ser la mujer de su vida. Mientras, ella, en silencio, montada en el asiento
trasero del taxi, llora desesperadamente minutos antes de llegar al aeropuerto
a embarcarse en un viaje de negocios donde intentará olvidar a ese hombre que
lleva durmiendo las últimas dos semanas junto a ella.
La banda sonora acompaña esta trágica situación, él cree ver
un vestido rojo tras el cristal, pero no, no es ella, porque nada se podría
comprar con tal belleza. Su cara muestra dolor, pero no desiste, vuelve a
buscar y por fin la encuentra. Después de gritarse a través de la ventana pide
que pare el coche en mitad de un puente de tres carriles y doble circulación. Y
se para, joder, se para en mitad de la jodida carretera. Doscientos coches a ambos
lados se detienen, también. Él baja de la moto, y ella, todavía con cara de
enfadada, decide escucharle.
Treinta segundos, solo treinta segundos después se besan.
Joder. Treinta segundos y se perdonan todas las equivocaciones de los últimos
dos meses que llevan juntos, tres si se cuenta a partir del día en el que se
conocieron en ese bar, pero entre unas cosas y otras, no pudieron verse hasta
pasadas cuatro infernales semanas. Y ya está, todo solucionado, beso de
reconciliación, ovación por parte de todos los conductores, que ni mucho menos
se han enfadado por ese atasco monumental y gritos de ‘qué bonito es el amor’.
Vamos, no me jodas.
Entonces vuelvo, me veo un sábado a las seis de la tarde con
lágrimas en los ojos, habiendo sido consciente de lo que el mundo conoce como
una verdadera historia de amor, yo semidesnuda, con la perra durmiendo a mis
pies, con el café frío, con ganas de matar a todos los hombres y creyendo a
ciencia cierta que eso me va a pasar a mí, quién sabe, quizás el próximo fin de
semana, cuando vuelva por séptima vez, en este año, a Nueva York.
Tatatachán.
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