Me dieron a elegir entre cara o
cruz, y yo te elegí a ti. No tenía nada que perder, me quedaba esa moneda y las
ganas justas de mirar hacia delante. Pero te elegí a ti, o tú me elegiste a mí.
Eso pensé cuando por primera vez te vi en ese vagón de metro, no recuerdo la
estación, pero sí tus ojos, que en ese momento habían parado el mundo, aquel
aparato que surcaba todo Madrid bajo el suelo y a mí, dejándome inmóvil y
obviando la pregunta que decidía mi futuro inmediato. Tus ojos atigrados me
miraron con una mezcla de lástima y cariño hacia lo desconocido. En ese momento
debía de llevar un cartel de precaución en la frente –Cuidado, corto- porque
era así, estaba roto, mi vida estaba hecha añicos y más después de la noticia
que mi estúpido jefe me había brindado con la mejor de sus sonrisas, que
escondían la maldad de todos los políticos juntos, en aquella sucia mañana.
Apenas hacía un par de meses, ella había hecho la maleta dejando instalado el
frío en la ciudad, y yo aún guardaba su mísera nota de despedida, que era lo único
que me esperaría al llegar a casa, sujeta por un imán al frigorífico de nuestro
viaje a Paris. Ella no estaba, deambulaba siendo aquella mañana un parado más,
y había decidido buscar algún tipo de entretenimiento en el metro, cabizbajo y
sin ganas de llegar a aquel piso que sólo me traía recuerdos que no volverían.
Pero así fue, apareciste tú y rompiste mi hielo de una sola tacada, derribaste
barreras y me invitaste al café más negro que he probado en mi vida, como tus
ojos.
Y aquí estamos, otra vez, en la
misma cafetería, un año después sujetando la taza de café que aún conserva la
ilusión, esa taza que ofrece oportunidades a los que saben esperar, y que
alberga todas las casualidades que se dan para que un loco soñador y una
escritora de espaldas, sin prisa, se encuentren y recuperen las ganas de enamorarse
en los tiempos que corren.
Historias de metro.
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