miércoles, 12 de junio de 2013

A ratos de Sara (I)

-Lunes que saben a domingos-

Eran las doce de la mañana de un lunes, quizás de Junio, por lo que cualquiera esperaría calor, excepto Sara, que esperaba que fuese Daniel el que la despertase y no esa absurda estación que se avecinaba, llenándolo todo de parejas besándose en el paseo marítimo, trayendo una oleada de gente que inundaría aquella pequeña ciudad costera y una temperatura que no se acordaría de las plantas que Sara mimaba durante todo el año en la terraza del ático que compartía con su gato.

Daniel era un viejo conocido del hermano de Sara, la tarde anterior habían quedado por tercera vez y las cervezas habían terminado en casa de ella, tiradas por el suelo mientras se sonreían, desnudándose el uno al otro en el salón. Daniel esa noche se había dejado las buenas intenciones en el filo de las bragas de ella y después de hacer el amor salvajemente, cayeron rendidos, durmiendo abrazados como una pareja más a la que había unido la jodida primavera.

Era pronto, o eso creía Sara al alargar la mano a la parte ya fría de la cama que había compartido con Daniel. Abrió los ojos y notó su ausencia, casi tan rápido como el escalofrío que le dio el volver a revivir esa extraña sensación. Salió de la cama para subir las persianas, saludó al gato y casi con los ojos cerrados se sentó en el sofá mientras contemplaba el estropicio que le iba a tocar recoger, una vez más. Otro lunes con sabor a domingo, con el dolor de la resaca del mar de unas caderas que han coronado la cima de los principios de Sara, que ahora recordaría, o repetiría, dependiendo de si volvía a sonar aquel aparato que solo daba malas noticias, y de vez en cuando, llamadas de su madre para decirle que volviese a Madrid.

De Daniel, poco más que añadir, habría que verle ahí, jugueteando con la hebilla del cinturón para comprobar en primera persona que nunca podías añadir nada más, porque rápidamente te miraba a los ojos, sonreía y olvidabas el resto de la frase para besarle. Daniel era buen tío, o eso creía ella, simple, claro y conciso. Sus ideales en forma de cartas, sobre la mesa: nada estable y mucho menos serio, y si se pueden evitar las formalidades, mejor. Ese era Daniel, el polo opuesto a Sara; 1’80 cm, ojos marrones y sonrisa canalla. Un “nada que hacer”, un tío que se follaba con la mirada a cualquier cuerpo de mujer, aquello que tanto odiaba Sara. Catastrofista a veces, sincero, trabajador y honesto. Algo así fue justo lo que pensó ella al levantarse y no verle en la cama. Recordaba vagamente que durante la noche anterior él le había comentado algo de su nuevo trabajo, debía madrugar a la mañana siguiente para coger el autobús y cumplir sus horas en aquel nuevo empleo. No era el hombre de su vida, ni mucho menos, pero su estúpida idea de ilusionarse con dos palabras bonitas y malvivir de ellas la llevaba a otro agujero sin salida, aunque fuese plenamente consciente a más de doscientos metros del túnel del ‘me quedo para nunca’ a vivir bajo tu falda.

Sara es una persona independiente, pero tiene el defecto de “enamorarse” con exceso de velocidad, y sobre todo, de las personas incorrectas. Sara vive enamorada de todo, se conforma con nada, sería capaz de estar toda una vida cenando caricias, sin necesidad de que fuesen previas al manjar más caro en el mejor restaurante de Santander, porque solo el hecho de sentirse ilusionada (la palabra que abarca al amor son términos más dolorosos) hacía que perdiese el hambre y que pudiese malvivir de la emoción de sentirse en las nubes.



Las mañanas de lunes no había mucho que hacer, el mundo al igual que ella disfrutaban de la resaca del fin de semana en un comienzo de verano que poco se asemejaba a los anteriores, el tiempo era cambiante y más bien se parecía a un abril robado o a un octubre sin besos. Los lunes, cuando Sara despierta sola, le saben a un domingo en compañía.

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