Aprendiste a mirarme como un horizonte, señalabas y me ponía al atardecer. Encendías sonrisas con tus medias palabras y no esperabas más de lo que te brindaba en silencios. Nunca estuve a la altura de tus expectativas porque nos las desnudábamos y caían con la ropa cuando ardía Madrid. No era esa que se dejaba abrazar en los bares, pero sí aquella por la que no soltabas la guitarra para componerme el corazón.
De lejos, no éramos nada del otro mundo. De cerca, el mundo temblaba al ponerle un nombre distinto a cada una de las noches.
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