Ansiaba la libertad, salió
decidida, se soltó el pelo. Mirando atrás, guiñó un ojo al pasado, al destino,
al final de la calle. Él, perdido, caminando sin sentido, ordenando las piezas
del puzle de su vida, levantó la mirada, miró al futuro y vio su culo, esa
manera de caminar le recordó a un gato, pasos traviesos y casi de puntillas, sutiles
movimientos que le despertaron una sonrisa picaresca. Ella contoneándose
burlona, él buscando una excusa para conocerla. Sus pasos se aceleraron, al
igual que el corazón y las ganas de descubrir quién se escondía tras esa
figura. La mente de él ya imaginaba, mejor dicho, idealizaba a aquella mujer,
unos rasgos predefinidos, ese pelo de color indescriptible, a ratos rubio, a
ratos color del fuego, a ratos casi de pantera; el pelo volaba al ritmo del
paso que ella marcaba, intuía libertad, sabía a brisa de mar en las noches de
verano. La distancia entre ambos fue haciéndose más corta, él pudo olerla y
ella notaba una fuerte presencia a escasos metros. El momento que sus ojos se
cruzaron y se mantuvieron echándose un pulso duró tres segundos, jamás ese
intervalo de tiempo había pasado tan lento o tan rápido para ellos, pero fueron
exactamente eso, tres míseros segundos, los mismos que bastan para saber cuando
alguien va a ser más que un simple extraño paseando por Libreros. Y así fue el
comienzo entre “nunca” y “quién sabe”, donde se cruzaron dos caminos.
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