Ahora que ha pasado el tiempo y no me oyes, te escribo. Y no es la primera vez, pero sí quizás sea en la que me leas, porque ahora, has aprendido a oírme a novecientos kilómetros. Hemos comprobado que las cosas llegan sin permiso, sin buscarlas, que están escritas en ese folio en el que escribe el caprichoso destino, y que no podemos leer, pero sí darle su margen, y esperar.
Saber burlar al destino es un deporte de soñadores, y es bien sabido que sin sueños no se llega más alto que lo que la pura física nos permite al realizar un salto vertical, por ello se recomienda mucha práctica, para superar nuestra propia marca. Los verdaderos soñadores vamos a ras de cielo, hemos superado por nosotros mismos la marca imbatible que se considera correcta, que no excede de los cincuenta centímetros, sin ayuda externa, en la mayoría de los casos, aunque siempre hay excepciones.
El marcarse metas o caminos, no tiene cabida en los sueños o en sus dueños, ya que todos superan cualquier límite o realidad posible, es por ello que al leerte me devuelves la ilusión, y los días que no lo hacemos, recuerdo esa canción, que a la orilla del corazón me cantabas un verano, en el que por unos días perdiste el miedo a querer y ser querido, sin las palabras que asustan, pero que leías en mis ojos.
Haciendo trampas al futuro, repartiendo la distancia, encontrándonos en versos y playas que no son las de tu tierra, nos fundimos sin quererlo en el mismo calor que encendimos con las manos y disimulábamos con el humo de tu boca, para no despertar celos a las estrellas, que burlonas nos miraban sabiendo que el destino, jugaría con ventaja, poniendo entre nosotros toneladas de alquitrán, que inocente de él, no sabía que nos seguiríamos viendo en sueños, en papeles con poemas, en tus frases hechas canción y en mis libros de sobremesa.
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